por Javier OTK
Al cabo de seis años de esta administración que Consuelo Sáizar definió como “El Sexenio del Cine”, la directora general del IMCINE, Marina Stavenhagen Vargas, apenas logra descubrir el hilo negro; pues, en palabras textuales atribuidas a ella por el periódico El Economista, afirma que
“El reto del cine mexicano es llegar al público”.
“El reto del cine mexicano es llegar al público”.
¿Cómo el IMCINE puede justificar el costo de estas administraciones tan negligentes e ineficientes, que llegan a tan obvias y elementales conclusiones, cuando debieron haberlas diagnosticado desde el principio de su gestión?
El diagnóstico que dio fundamento a la estrategia transexenal del Imcine relativa a incrementar cuantitativamente la producción de películas mexicanas sin dar solución paralela al problema de la distribución, estuvo por completo equivocado.
El documento “Diagnóstico y propuestas” publicado por el IMCINE en diciembre de 2012, en su 8ª recomendación a las nuevas autoridades que quedarán al frente, les propone “mantener estable la producción de largometrajes en los niveles que se ha alcanzado en los últimos años”.
Resulta insostenible y artificial una política orientada a mantener estable la producción, si no se garantizan las condiciones para generar estabilidad y crecimiento en la demanda.
En términos de lo que significa “calidad” en el mundo económico actual, todo producto o servicio debe orientarse a la satisfacción del consumidor. La dicotomía entre cine comercial y cine de arte o cultural es errónea. Los públicos, así paguen o no por sus boletos, buscan ser satisfechos por las películas que consumen o degustan, sean éstas subsidiadas por el Estado o financiadas por el mercado.
Las películas que no llegan al público, o llegándole físicamente no conectan con él, o no lo satisfacen (en el sentido de entretenerlo, o de interesarlo, o de inspirarlo, o de enseñarlo, etc.), no justifican haberse producido; son mermas industriales y/o culturales.
El productor es el eje que debe conducir todo el proceso cinematográfico, posibilitando la creación, la preparación, la producción y la conexión con el público a través de todas las ventanas posibles.
El Estado, en la situación actual de la industria cinematográfica en México y ante el reto de estimular la función de los emprendedores, debe empoderar al productor.
El sector que tradicionalmente ha fungido como distribuidor, ante la digitalización y las nuevas tecnologías, sólo puede justificar su existencia si se convierte en un profesional eficaz en la comercialización integral de las películas, ya sea como socio inversionista o como agente. Pero la multiplicidad y especialización de las tareas que deben llevarse a cabo en el proceso de la distribución y comercialización, hace muy difícil que una sola persona o empresa pueda dominarlas. Se requieren varios proveedores a fin de integrar el servicio.
Lo lógico en casi cualquier proceso industrial y comercial, es que el productor sea quien contrate a sus proveedores comerciales para los servicios de mercadotecnia, ventas, logística de distribución, publicidad, relaciones públicas y demás actividades afines.
Imaginemos que, por el contrario, un fabricante de pastelitos tuviera que encontrar una agencia publicitaria que viera atractivo invertir en la publicidad de sus productos y que si se negara, al igual que otras, al productor se le cerraran las puertas del mercado… ¿Qué lógica habría en ello? Absolutamente ninguna.
Pero sucede que al productor de cine se le ha querido encajonar dentro de esa lógica inversa, perversa, pensada desde la perspectiva de las majors estadounidenses, pero desmembrando artificialmente su función de distribuidoras, de la que desempeñan como productoras. Es así que en nuestro país se ha pretendido emular un modelo de distribución mocho, o mejor dicho, mochado, que no ha convenido a los intereses de la producción nacional.
Por lo tanto, a quien el Estado debe apoyar es al productor, de modo que no sólo asegure la producción de sus películas, sino su distribución, sin depender de que los distribuidores, agentes en su mayoría, sean quienes decidan a posteriori si toman o no sus películas.
Asimismo debe entenderse que para desarrollar empresas productoras sanas, no deben quedar desmembradas de sus correspondientes procesos de comercialización. Toda producción, concebida en términos de “calidad”, debe producirse a partir del público al que pretende dirigirse. Es decir, se trata de un proceso que parte desde el final, de visualizar claramente la meta que el producto deberá alcanzar. También debe entenderse que los procesos de comercialización con frecuencia requieren inversiones semejantes y proporcionales a las que se hacen en la producción.
Y esto es válido para ambas visiones, erróneamente dicotomizadas en el plan de trabajo para 2013 publicado por los directivos de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas, que enfrentan al cine rentable comercialmente con el cine rentable socialmente. Ambos cines deben llegar y encontrarse con su público, y satisfacerlo.