por Javier Oteka
Cuando estrenó 'Gravedad' en México, Alfonso Cuarón declaró a El Economista que la taquilla le parece perversa y no importa.
Sin embargo, la intención y enfoque con que lo dijo el cineasta, no supo explicarlo el periodista. Cuarón se refería al público en general y no a los realizadores de películas. Quería decir que los comunicadores no deberían orientar la opinión del público hacia una estimación mercantilista de las películas, para que las valoren en función de lo que dejan o no en la taquilla, sino por sus méritos o fallas intrínsecas.
Pero estoy convencido de que Cuarón no hablaba de que los hacedores de películas, dejemos de darle importancia a la dimensión económica e industrial del cine. Vaya, él mismo no podría producir sus filmes sin cuidar ese factor fundamental.
En México estamos plagados de maestros y críticos industriafóbicos, que han llegado al "iluminado" consenso de que el cine industrial o comercial, por sí mismo es malo, de menor grado estético que el "cine de arte", de una categoría que no llega a las alturas olímpicas de los cinéfilos cultos, cuyo canon es el que debe imponerse en los programas de formación del público.
Esa ideología reduccionista, heredada por añejos modelos estatistas, ha permeado y subsistido a tal grado de que la mayoría de los cineastas de hoy desprecian las técnicas y metodologías para que sus películas no sólo hagan un buen papel en la taquilla, sino que conecten con el público.
Un artista —cree la mayoría de ellos—, no debe enfocarse a la satisfacción del público, sino a la de sí mismo. La obra debe gustarle a él y qué importa lo demás... que el público se adapte y adopte un culto hacia él, aunque no lo comprenda ni vibre con él. Su necesidad expresiva —la del artista— es sagrada y debe encontrar cause en un espejo que le rinda adoración.
En el sistema que se ha generado, esta posibilidad ha quedado resuelta para quienes producen su cine al amparo de las instituciones del Estado, que han sido diseñadas para inflar esos egos que se ponen al servicio de la corrupción de la burocracia y de sus contrapartes privadas. Como se sabe, quien quiere ser financiado por esos recursos del Estado (la mayoría a fondo perdido), debe estar dispuesto al moche en cualesquiera de sus modalidades. Fuera de ese sistema, en México apenas va creándose una industria incipiente de producción, en gran medida independiente (*), que está aprendiendo a funcionar de acuerdo a los parámetros del mercado.
Podría afirmar que la mayoría de los egresados de las escuelas de cine y quienes ya son profesionales de la industria, son analfabetas mercadológicos. No saben concebir, crear y producir películas con la calidad necesaria para satisfacer al público y, consiguientemente, sustentar la consolidación de una industria generadora de empleos y bienestar.
En este subsector no se ha entendido aquel consejo milenario de que al pescador no hay que regalarle el pescado, sino enseñarlo a pescar... a gravitar, como bien podría enseñar Alfonso Cuarón.
(*) La mayor parte de esta industria "independiente", es la que depende de la infraestructura económica de las grandes televisoras, la que tiene acceso a los medios publicitarios.
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El fracaso en taquilla que ha derivado en un cine "invisible", como lo bautizó Paul Leduc en su discurso al recibir el Ariel de Oro de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas, por supuesto no se debe únicamente al analfabetismo mercadológico de los formadores y hacedores de cine, sino a la estrategia perversa de las autoridades públicas que han fomentado, desde el legislativo y el ejecutivo, un sistema de maiceo para mantener domesticado al sector de producción, sin poner en riesgo el dominio que las empresas estadounidenses, y el duopolio mexicano de la exhibición, mantienen en nuestro país.