Por Javier OTK
Día de la libertad de expresión
Recuerdo que por allá del mes de mayo de 1999, cerca de aquel día, como hoy, de la libertad de expresión, apareció un encabezado en la primera plana de varios periódicos nacionales con la noticia de que el presidente Zedillo, en aras de la “democracia”, apoyaba la autorregulación de los contenidos por parte de los medios. La medida, tal como se presentó, me pareció antidemocrática pues legitimaba y conservaba el poder (neoliberal) en manos de muy pocos. En el discurso de aquel presidente, se decía que la medida tenía como fin la libertad de expresión… Y yo me pregunté: ¿Libertad de quién?, ¿y libertad para qué?
¿Quién decide en los grandes medios electrónicos?… ¿Cuántas veces, cuando algún comunicador de la radio o la televisión ha ejercido verdaderamente su libertad de expresión, ha sido despedido de su fuente de trabajo? Al respecto podríamos hacer una lista que no cabría en todo este espacio.
La medida de la autorregulación de los contenidos por parte de los medios de comunicación, que avaló el presidente Zedillo, dejó la decisión no sólo en manos de los propietarios y directivos de los grandes medios electrónicos, sino también en los gobernantes, de entonces, de los actuales y de los futuros. Las decisiones empresariales de autorizar lo que se transmite y lo que no, nunca han sido y jamás serán plenamente democráticas. El poder y el dinero nunca han podido ser democratizados. [Cosa distinta debo decir del Internet que todos deseamos que no retroceda en cuanto a su democrático acceso ni a su censura].
Unos meses antes de aquella declaración de Zedillo, el papa Juan Pablo II hizo su penúltima visita a México, siendo recibido por aquel presidente y luego homenajeado en el Estadio Azteca, donde el pontífice se negó a bajar de su papamóvil para que lo saludara el nuevo propietario de Televisa en su salón privado. El Papa se había referido a los medios de comunicación en innumerables ocasiones. Estoy seguro de que los directivos y auspiciadores de la asociación A FAVOR DE LO MEJOR (sin contar a las más de 2000 asociaciones civiles a las que sumó y mal informó con tal de que avalaran el proyecto de la autorregulación), no sólo habían leído las enseñanzas del Papa, sino que incluso le habían informado al presidente Zedillo, en forma directa o a través del vocero de la presidencia, lo que pensaba el pontífice al respecto de los medios de comunicación. Y, sin que yo tuviera todas las pruebas, sospechaba que lo que le informaron se redujo a lo que el Papa Juan Pablo II había expresado en el siguiente párrafo (de la Jornada Mundial de las Comunicaciones, 1994):
“Al cumplir las propias responsabilidades, la industria televisiva debiera desarrollar y observar un código ético que incluyera el compromiso de satisfacer las necesidades de las familias y a promover los valores que sostienen la vida familiar. También los consejos de los mass media, formados ya por miembros de la industria, ya por representantes del público, son un modo deseable para hacer la televisión más reactiva a las necesidades y a los valores de sus espectadores”.
Del pensamiento anterior, bien podía deducirse la idea de una autorregulación por parte de los medios [apoyados por las asociaciones de censura moral, pero coludidas con ellos debido a sus intereses económicos]. Sin embargo, esta deducción obtenida a partir de las palabras de Juan Pablo II no sería honesta si únicamente se basara en el párrafo anterior, que estaría fuera de su contexto original, pues el Papa, inmediatamente después del párrafo arriba transcrito, mencionaba lo siguiente:
“Los canales televisivos, tanto de gestión pública como privada, representan un medio público al servicio del bien común; estos NO son la mera garantía privada de intereses comerciales o un instrumento de poder o de propaganda para determinados grupos sociales, políticos o económicos; su razón de ser es el servicio al bienestar de la sociedad en su totalidad”.
“Por tanto, en cuanto célula fundamental de la sociedad, la familia merece ser asistida y defendida con medidas apropiadas por parte del estado y de otras instituciones (cfr. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1994). Lo cual subraya algunas responsabilidades por parte de las autoridades públicas que se ocupan de la televisión”.
“Reconociendo la importancia de un intercambio libre de ideas y de informaciones, la Iglesia sostiene la libertad de palabra y de prensa (cfr. Gaudium et spes, 59). Al propio tiempo, insiste en el hecho de que “el derecho de cada uno, de las familias y de la sociedad al respecto de la vida privada, a la pública decencia y a la protección de los valores fundamentales” ha de ser respetado (Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Pornografía y Violencia en las Comunicaciones Sociales: Una Respuesta Pastoral, n. 21). Se invita a las autoridades públicas a que establezcan y hagan respetar razonables modelos éticos para la programación, que habrían de promover los valores humanos y religiosos en los cuales se basa la vida familiar y desanimaran todo aquello que es dañoso. Las mismas debieran, además, promover el diálogo entre la industria televisiva y el público, facilitando estructuras y oportunidades para que pueda tener lugar”.
Hasta aquí las palabras textuales de Juan Pablo II, ofrecidas en el Vaticano y difundidas al mundo el 24 de enero de 1994.
Como se aprecia tan nítidamente, el Papa Juan Pablo II no avalaba que estos medios de comunicación se autorregulen mediante códigos de ética, sin que también medie una regulación pública vigilada por parte del Estado.
Esa forma de pensar no sólo es propia de un vicario de Cristo, sino que lo es del más elemental y democrático sentido común.
Pero ese sentido no interesa ni conviene a los poquísimos propietarios de medios electrónicos del país, de los partidos polìticos y de las trasnacionales que no quisieran tener vigilancia en su publicidad comercial, en las noticias manipuladas y en la propaganda política que manejan, enfocadas a realizar su ideal de país neoliberal que beneficie a su bien particular y no al bien común.
Lamentablemente, la mayoría de los comunicadores que trabajan en dichos medios electrónicos, en vez de ejercer su libertad de expresión, seguirán "autorregulándose"; es decir, prefiriendo mantener su "chamba" antes que arriesgar una opinión personal que contraríe a sus patrones, e incluso abogando por ellos para que a los pobrecitos magnates no se les limite su libertad de expresión.
Es inaceptable que nuestras autoridades no quieran asumir la alta responsabilidad social que implica otorgar las concesiones de los grandes medios electrónicos. ¡Reflexionen, por Dios!, que no están dando un simple permiso para transmitir señales inocuas por el aire o por cable, sino que están vendiendo la libertad de ejercer el máximo poder de penetrar y manipular las mentes de adultos y niños que aún no cuentan con las armas que en las democracias reales debe proporcionarles el Estado.
CÓMO DEMOCRATIZAR LOS MEDIOS
No puede seguir existiendo un modelo de concesión que otorgue tanto poder a los propietarios de los medios electrónicos, incluyendo la televisión, la radio, la telefonía y demás medios digitales como el Internet. Es necesario fragmentar, atomizar ese poder. No es lo mismo poseer un capital y una infraestructura tecnológica para transmitir y administrar un “canal”, que poseer la capacidad profesional y la responsabilidad ética y deontológica para comunicar mensajes al gran público.
Si en verdad se quiere auspiciar una medida democrática que salvaguarde el interés público por encima del interés privado, deben otorgarse amplias garantías a todos los comunicadores que quieran ejercer su libertad de expresión. Se les debe conceder tanto poder y protección a los comunicadores en particular, como a los propietarios de los canales, logrando así un equilibrio de intereses más democrático.
Las concesiones o licencias para informar y comunicar a través de los medios electrónicos (que no eliminarían la libertad de expresión sino que la limitarían en función de no transgredir la libertad de la sociedad y su derecho a ser bien y verdaderamente informada), podrían concederse directamente a una “nueva generación" de comunicadores altamente responsables y con vocación social, de manera semejante a las patentes de los notarios, o los títulos profesionales de los médicos o peritos ingenieros, y después de acreditar un examen profesional (independiente del de las universidades privadas o públicas) y de demostrar valores éticos y deontológicos.
De esta manera, distinguiendo claramente el contenedor del contenido, o el canal de lo que es el mensaje a transmitir, podría hacerse un símil con las figuras jurídicas de la industria médica, la de la electricidad y la del gas natural. Los medios electrónicos (concesiones sólo para el proceso técnico de transmisión en una determinada frecuencia y ancho de banda) serían como los hospitales o laboratorios (o como la transportación del gas natural); y los comunicadores y los productores, a fin de exhibir nuestros programas, escogeríamos los canales y los patrocinadores, siendo como los médicos que escogen el hospital o el laboratorio (o como los distribuidores y/o comercializadores del gas natural). Así, no sólo los poderosos medios electrónicos, sino que también la industria publicitaria, atomizarían la concentración de su actual poder y tendrían más posibilidades de democratizarse.
A los licenciatarios de la comunicación social [que obviamente no podrían ser los canales], un órgano distribuidor de las pautas de medios coordinado por un consejo mixto del gobierno y la ciudadanía, no les otorgaría el tiempo en forma ilimitada, de modo que los espacios y tiempos en los diversos canales sean cubiertos por una amplia gama de propuestas.
Otra condición esencial para la democracia, es que el gobierno garantice la sana formación de la opinión pública. Esto es, destinando los recursos necesarios para educar a la población -a niños, jóvenes, adultos y padres de familia-, a partir de asociaciones y escuelas (públicas y privadas), y de los libros de texto, entre otros medios, a fin de coordinar un movimiento formativo para la percepción crítica de los mensajes que se reciben al través de estos medios.
Y aun así, además de esas medidas, se debería diseñar un amplio y preciso marco regulatorio, que protegiera la libertad y el derecho de los ciudadanos a la información generada y transmitida éticamente.
Sobre la propiedad privada de los grandes medios de comunicación, no sólo grava una inmensa hipoteca social, sino que falta claridad jurídica acerca de los límites, alcances, derechos y obligaciones de dicha propiedad.
Una frase profética que, desde los años sesentas hasta hoy no ha terminado de dar sus frutos, debe seguir recordándose: "Las mayores batallas de la actualidad serán libradas en y por las mentes de los hombres".
Ante el fenómeno de la globalización y de los intereses del neoliberalismo no debe seguir existiendo sobre la Tierra autoridad legítima alguna, que tenga el derecho de concesionar un poder ilimitado para penetrar y manipular las mentes humanas. Comparada con la manipulación que hoy ejercen realmente, sobre todo las televisoras, la película Matrix me parece un fantasioso videojuego para niños.